“El baile de San Vito”
24 de junio de 1374, amanece un nuevo día en la ciudad alemana de Aquisgrán. El cielo está despejado y todo hace presagiar que será otro largo y placentero día de verano. Pero desde el fondo de los callejones llega un murmullo extraño que va in crescendo a medida que se acerca a las calles y plazas principales del pueblo. La extraña epidemia de la que muchos han oído hablar ha llegado ya hasta la misma puerta de sus casas.
Los vecinos se asoman a las ventanas para contemplar sorprendidos como una turbamulta de gente comienza a llenar las calles. Todos bailan frenéticamente al son de una música imaginaria. Se retuercen y saltan, gritan, ríen y algunos lloran. En su delirio colectivo hacen caso omiso de los vecinos que intentan calmarlos, nada les puede detener, sus cuerpos se convulsionan como poseídos por el mismísimo demonio, y tan solo, muchas horas después, el desfallecimiento y los desmayos pondrán fin lentamente a su dantesca danza.
Pero no acabará en ese breve descanso su enfermizo baile, ya que la gran mayoría lo reemprenderá otra vez de forma involuntaria al recobrar sus fuerzas, continuando de nuevo durante días, semanas e incluso llegando a los cuatro meses, bailando en sus casas, en las calles, en las iglesias o en cualquier lugar donde se posen sus maltrechos pies…
Pues ya veis amigos, esto que en principio nos puede recordar a los anuncios publicitarios que tan de moda están últimamente, en los que un grupo de gente se pone a bailar en lugares públicos al unísono de manera “espontánea”, ya se inventó hace unos cuantos siglos, aunque por aquellos tiempos no se hizo precisamente por diversión, si no que fue una terrible epidemia que recorrió buena parte del norte europeo.
El fenómeno se conoce como choreomanía; del griego khoreia, baile, y manía, locura. Su origen se puede buscar en un contagio colectivo psicótico, con tintes fanatico-religiosos a la par que biológicos. Entre los siglos XIV y XVIII se reportaron numerosos casos de Coreomanía en distintas ciudades de Holanda, Bélgica, Alemania, Francia o Italia.
Un contemporáneo, fray Pedro de Herental, quien fue testigo ocularde uno de estos episodios, dejó una descripción que dice lo siguiente:
“En esa época… una secta extraña, formada por mujeres y hombres de varias partes de Alemania llegó a Aachen (Aquisgrán) y de ahí siguió hasta Hennegau y a Francia. Su estado era el siguiente. Tanto hombres como mujeres habían sido tan ultrajados por el diablo que bailaban en sus casas, en las iglesias y en las calles, tomados de la mano y saltando en el aire. Mientras bailaban gritaban los nombres de algunos demonios, como Friske y oíros, pero no tenían conciencia de esto ni tampoco prestaban atención al pudor, aunque hubiera otras personas viéndolos.
Al final de la danza tenían tales dolores en el pecho que, si sus amigos no los apretaban con trozos de tela enredados en su cintura, gritaban como enloquecidos que se estaban muriendo. En Lieja, los libraron de sus demonios por medio de exorcismos como los que se usan antes del bautismo. Los que se curaron dijeron que les parecía haber estado bailando en un río de sangre y que por eso saltaban continuamente. Pero la gente de Lieja dijo que habían sido atacados de esa manera porque no estaban verdaderamente bautizados, debido a que la mayoría de los curas tenían concubinas. Por esta razón la gente propuso que el pueblo se levantara contra los curas, los matara y tomara sus propiedades, lo que hubiera ocurrido si Dios no hubiera proporcionado un remedio eficaz a través de los exorcismos. Cuando la gente vio esto su juña disminuyó al grado que los clérigos fueron tratados con todavía mayor reverencia que antes.”
Leyendo estas palabras es fácil apreciar cómo se tomó el tema en la época cuando cualquier aspecto de esta índole era automáticamente clasificado como brujería y/o posesión demoníaca. De más está decir que la mayor parte de los participantes eran gente pobre, como campesinos y jornaleros, artesanos, como zapateros o sastres, criados, amas de casa, mendigos y desocupados; sólo excepcionalmente había ricos o curas, presumiblemente más difíciles de recaer en las filas luciferinas.
Así que como el causante de tan sacrílegos bailes no era otro que el demonio, la cura no podía ser otra que un buen exorcismo o una buena misa, y así fueron combatidas las hordas de bailómanos poseídos hasta que se conseguía terminar con ellas.
A tal punto llegó esta locura que en un edicto publicado el 18 de noviembre de 1374 por los magistrados de Maastricht, se prohibió a todo el que sufría de coreomanía que bailara en la iglesia o en la calle; tan solo se les permitía bailar en sus casas.
Cuando los bailómanos llegaban al trance, mostraban otros tipos de fenómenos motores: algunos caían al suelo y se arrastraban de espaldas, otros perdían el conocimiento y echaban espuma por la boca, y otros tenían convulsiones y contracciones irregulares de las extremidades. Aunque, una vez que había pasado el episodio, la mayor parte de los afectados no recordaba nada de lo ocurrido, algunos describían visiones celestiales.
La epidemia de coreomanía de 1374 no fue la primera, aunque sí es la más conocida; según Backman, existen noticias de episodios semejantes a partir del siglo vn. En 1027, en la iglesia del convento de Kólbig, en las vecindades de Bernburg, el servicio religioso de la noche de Navidad fue interrumpido por un grupo de 18 campesinos que se pusieron a bailar ruidosamente en el jardín de la iglesia.
Otra epidemia interesante fue la de los niños, en 1237. En este episodio más de 100 niños fueron afectados por la coreomanía en Erfurt y se fueron bailando y brincando por el camino hasta Arnstadt, cerca de 25 kilómetros; cuando llegaron a esta población cayeron rendidos al suelo y cuando sus padres los llevaron de regreso a sus casas muchos murieron y otros quedaron sufriendo de temblores toda su vida. Otra epidemia
más con un final trágico es la ocurrida el 17 de junio de 1278 en la ciudad de Utrecht, en el puente sobre el río Mosela, donde se congregaron 200 coreómanos y no detuvieron sus danzas y saltos hasta que un sacerdote pasó por ahí, llevando la Divina Presencia a un enfermo; en ese momento, según Hecker, “como en castigo a su crimen”, el puente
se derrumbó y todos los coreómanos se ahogaron.
El número de participantes en la coreomanía era variable; Hecker señala que en Colonia bailaron 500 personas y en Metz 1100. Además, los enfermos iban de un pueblo al otro y se mantenían como grupos bien consolidados durante semanas.
Paracelso clasificó variantes de los motivos que ocasionaban esta manía por bailar: desde la lujuria, pasando por algún estado mental anormal, hasta factores físicos no identificados.
Una de las primeras tentativas para evitar que la gente siguiera frenéticamente con sus movimientos espasmódicos fue acompañarlos con música, ya que por aquel entonces se consideraba que de esa forma podían equilibrar su cuerpo y alma, y dar armonía a esos arranques epilépticos, pero lo único que se conseguía era un acrecentamiento del estado hipnótico de los afiebrados bailarines.
La causa más alegada y aceptada en la actualidad, sin embargo, prescinde de explicaciones extrasensoriales e incluso esotéricas. La relación parece estar en la alimentación de quienes sufrían estos brotes, sustentados, eso sí, por un exacerbamiento social.
El principal producto de aquella vasta clase baja era el centeno. Se cree que este cereal estaba infectado por un hongo que contenía toxinas y principios psicoactivos de poderosos efectos sobre la corteza cerebral. El ácido lisérgico, por ejemplo, es un derivado de este agente.
Los que están en contra de esta teoría sostienen que de ser un ataque de LSD, no se explicaría que los brotes de la fiebre del baile se repitieran en pocos días o semanas de una ciudad a otra, lo que induce a pensar en un contagio social.
Después del siglo XIV la coreomanía se hizo cada vez más rara, hasta que desapareció en el siglo XVII; quizá el último testigo presencial de un episodio masivo fue Horst, en 1623.
La coreomanía también se conoció como el “baile de San Juan” o el “baile de San Vito“.