Ted Bundy
Ted Bundy era un hombre inteligente y atractivo, un seductor irresistible. Cada mes recibía cientos de cartas de amor repletas de piropos, proposiciones indecentes y besos pintados con carmín sobre el papel. Ese envidiable correo le era remitido a la prisión de Starke, en Florida, donde permaneció recluido hasta que el 24 de enero de 1989 fue ejecutado en la silla eléctrica. Era su castigo por haber matado sádicamente a más de 30 bellas muchachas.
Acaso el asesino en serie más famoso de la historia, Bundy ejercía sobre el público una fascinación casi obscena. La audiencia devoraba con glotonería cada una de sus palabras. Esperaban resolver el enigma de por qué un WASP arquetípico había elegido trazar semejante laberinto de sangre.
Porque Bundy, nacido en 1946 y antiguo boy scout, no encajaba en el perfil macabro del psicópata. Licenciado Psicología, se había involucrado en política y se le consideraba como una joven promesa del Partido Republicano. Bundy era además un ‘gentilhomme charmant’, un joven guapo y jovial con facilidad de palabra. Aquella máscara escondía a un monstruo despiadado.
Para cometer sus crímenes, Bundy apelaba a la bondad de sus víctimas. Paseaba por los campus universitarios con muletas o con el brazo en cabestrillo, y dejaba que sus libros se cayeran al suelo a la vista de alguna chica. Ellas no podían negarle ayuda a un sujeto que inspiraba confianza y ternura, y le acompañaban hasta su coche. Entonces Bundy las golpeaba con una palanca e iniciaba la pesadilla
.
Las autoridades policiales jamás pudieron determinar el número exacto de mujeres que sucumbieron a las atrocidades de Bundy en los 70. Ese secreto se lo llevó a la tumba, aunque confesó cerca de treinta asesinatos, siempre de mujeres con larga melena peinada con raya al medio. Ese era el ‘look’ de Stephanie Brooks, el primer amor de un Bundy con el que que rompería tras un año de relación.
Los expedientes de aquellos casos evidenciaban escabrosas violaciones, descuartizamientos y prácticas necrófilas. Cuando todavía vivía en Washington, Bundy se deshacía de los cadáveres en los frondosos bosques a las afueras de Seattle. Sin embargo, regresaba a la escena del crimen con frecuencia enfermiza. Pudo comprobarse que en ocasiones se llevaba a casa cabezas decapitadas para aplicarles maquillaje.
El ímpetu homicida de Bundy se cobraría víctimas no sólo en Washington, sino también en Oregón, Utah, Idaho, Colorado y Florida. Desafortunadamente, nadie era capaz de conectar los sucesos entre sí. Hasta que a Bundy le abandonó la suerte.
Detención y fuga
En el verano de 1975, la policía lo detuvo por conducción errática. Registraron su vehículo y se encontraron con una cámara de los horrores en el maletero: esposas, pasamontañas, barras de hierro… Y unas facturas de gasolina que lo situaban en los lugares y las fechas en que numerosas chicas habían desaparecido.
Bundy fue encarcelado en Colorado en febrero de 1976. No obstante, dos meses más tarde logró escapar, saltando desde una altura de dos pisos a través de la biblioteca de la cárcel. Su huida duró seis días, pero en la víspera de Nochevieja volvió a fugarse, esta vez a través de los conductos del aire. Había adelgazado varios kilos para caber por el hueco.
Esa segundo evasión acarrearía consecuencias catastróficas. Bundy, presa prioritaria en la lista del FBI, cruzó el país hasta llegar a Florida, donde se dejó barba y cambió de nombre. Sólo dos semanas después de su fuga, entró en una residencia de estudiantes femenina y mató a dos jóvenes. Otras dos quedaron seriamente malheridas, y a menos de un kilómetro una quinta víctima fue atacada aquella noche. Sin embargo, el crimen que más conmocionó a la sociedad fue el de Kimberly Leach. La pequeña de 12 años fue brutalmente violada y asesinada.
La captura definitiva de Bundy fue nuevamente producto de la casualidad. Conducía un Volkswagen Beetle sin las luces puestas, y atrajo la atención de un agente que logró reducirlo y llevarlo al calabozo, para exasperación de Bundy. “Claro que me enfado”, comentaría en una entrevista televisiva, “Me enfado y me indigno. No me gusta que me encierren por algo que no he hecho. No me gusta que me arrebaten la libertad. No me gusta ser tratado como un animal. No me gusta que la gente me escudriñe como si fuese un bicho raro. Porque no lo soy”.
Bundy durante el juicio.
Muchos Estados solicitaron su extradición, pero el primer juicio tendría lugar en Florida. Bundy había despedido a sus abogados y obtuvo permiso para defenderse a sí mismo y protagonizar ante el tribunal un lamentable espectáculo ‘made in America’. Él mismo interrogaba a los testigos pidiendo que recordaran lo sucedido, y paladeaba con regocijo cada detalle de la experiencia revivida.
Quedó tan claro como nunca que Bundy era un perturbado. Pero su presencia, hipnótica y morbosa, atraía a decenas de ‘groupies’. El esperpento judicial alcanzó su cima cuando Bundy, aprovechando una vieja ley que permitía contraer matrimonio estando bajo juramento, se casó en plena sesión del tribunal con una admiradora llamada Carole Ann Boone. El fruto de las visitas conyugales (frecuentes hasta su separación en 1986) fue una hija que permanece actualmente en el más estricto anonimato.
Espeluznantes historias de amor aparte, Bundy fue condenado a muerte en 1980, una sentencia que su madre lamentaba: “Mi educación cristiana me dice que arrebatar la vida del prójimo es deleznable bajo cualquier circunstancia. Y no creo que el Estado de Florida esté por encima de las leyes de Dios”. Louise todavía confiaba en la inocencia de su hijo, que no le confesó la verdad hasta la noche antes de su ejecución.
Agonía prolongada
Bundy esquivaría la muerte durante casi nueve años, agotando todos los recursos judiciales e incluso manipulando a las autoridades. Cual Sherezade de vocación siniestra, ganaba tiempo ofreciendo a los investigadores datos de asesinatos jamás resueltos.
Su crédito negociador se agotó definitivamente el 24 de enero de 1989. Aquella mañana, cientos de personas se arremolinaban en el exterior de la prisión de Starke. Había un ambiente carnavalesco y de júbilo apenas disimulado a la espera de la ejecución de Bundy. Las pancartas rezaban lemas líricos tan inspirados como ‘Las rosas son rojas/ Las violetas azules/ Buenos días, Ted/ Te vamos a matar’.
Se filtraron informaciones de que Bundy empezó a tartamudear cuando vio la silla eléctrica. Él, siempre carismático y petulante, perdió su legendaria compostura cuando llegó su hora. En aquel instante, ni siquiera las cartas de amor que acumulaban polvo en su celda eran un consuelo. Era el momento de saldar deudas con sus viejos fantasmas.