El primer fin del mundo
Basílica de San Pedro (Roma) el 31 de Diciembre de 999. Son las doce de la noche.
El papa Silvestre II se irguió hasta el altar mayor. La iglesia estaba a rebosar, y todos se habían arrodillado. El silencio era tan grande que se oía el roce de las mangas blancas del papa al moverse en torno al altar. Y hubo todavía otro ruido. Era un sonido que parecía medir los últimos minutos de los mil años de existencia de La Tierra desde la venida de Cristo. Resonaba en los oídos de los allí presentes como el latido en los oídos de quien tiene fiebre, con un ritmo sonoro, regular, incesante. La puerta de la sacristía estaba abierta, y lo que oían los asistentes era el tictac uniforme e ininterrumpido del gran reloj que colgaba dentro, con un latido por cada segundo que pasaba.
El papa era un hombre de férreo poder de voluntad, tranquilo y concentrado. Probablemente había dejado adrede la puerta abierta de la sacristía, para lograr el mayor efecto en ese gran momento. No se movía ni le temblaban las manos.
Se había dicho la misa de medianoche, y reinó un silencio mortal. Los presentes esperaban… El papa Silvestre no dijo una palabra. Parecía sumergido en la oración, con las manos elevadas al cielo. El reloj seguía su tictac. Un largo suspiro se elevó del pueblo, pero no pasó nada. Como niños con miedo a la oscuridad, todos los que estaban en la iglesia yacían con el rostro en el suelo, y no se atrevían a levantar la mirada. Un sudor de miedo cubría muchas frentes heladas, y las rodillas y los pies perdieron toda sensibilidad. Entonces, de repente, ¡el reloj cesó en su tictac!
Entre los asistentes empezó a formarse en muchas gargantas un grito de terror. Y, muertos de miedo, varios cuerpos cayeron pesadamente en el suelo frío de piedra. Entonces el reloj empezó a dar campanadas. Dio una, dos, tres, cuatro… Dio doce… La duodécima campanada resonó extinguiéndose en ecos, ¡y siguió reinando un silencio de muerte!
Entonces el papa Silvestre se volvió en torno, y con la orgullosa sonrisa de un vencedor, extendió las manos en bendición sobre las cabezas de los que llenaban la iglesia. Y en ese mismo momento todas las campanas de las torres empezaron un alegre y jubiloso repique, y desde la galería del órgano empezó a sonar un coro de gozosas voces, jóvenes y mayores, un poco inseguras al principio, quizá, pero haciéndose más claras y firmes por momentos. Cantaban el Te Deum laudamus: “A ti, Dios, te alabamos”.
Todos los presentes unieron sus voces a las del coro. Pero pasó algún tiempo antes de que las espaldas en espasmo pudieran enderezarse, y la gente se recuperara del terrible espectáculo ofrecido por los que se habían muerto de miedo. Terminado de cantar el Te Deum, hombres y mujeres cayeron unos en brazos de otros, riendo y llorando e intercambiándose al beso de la paz. ¡Así terminó el año mil del nacimiento de Jesús!
De esta impresionante manera describe el historiador Frederick H. Martens, en La Historia de la vida humana, lo que debió de pasar en aquella angustiosa noche en la que se creía, en toda Europa, que era la última noche, la que desencadenaba el temido fin del mundo.
Nosotros también hemos vivido un final de milenio. Cierto es que no se armó mucho revuelo ya que la sociedad en la que vivimos es más avanzada, pero aún así, muchas personas creían que algo iba a pasar.
El año 1000 ha sido descrito muchas veces como una época muy radical de temores apocalípticos y de sensaciones generalizadas de histeria. Pero al final los temores resultaron ser sólo fantasías. ¿Qué fue realmente lo que sucedió en el mundo en la nochevieja del año 999? ¿Hubo pánico o sólo fue una leyenda medieval?
Historiadores de aquella época mostraban el año 1000 como un año de locura general, de pánico y de fatalidades inminentes. Tan grande fue el fervor apocalíptico que, según reza la leyenda, en el tramo de la medianoche del 31 de Diciembre al 1 de enero de 1000, la población de todo un país –Islandia– se convertiría en masa al cristianismo.
Hubieron muchos rumores pero nada se hizo público por temor a que los ciudadanos, histéricos ante un inminente Armagedón, vendieran sus posesiones y acabaran apiñándose en las iglesias orando por la salvación.
No importa cuántos historiadores intentaran desbancar estos mitos, sin embargo, estas leyendas perduran hoy en día. Debido a que las fuentes sobre el año 1000 son limitadas y la información es escasa, es necesario apoyarse en el testimonio de algunos testigos, en general, políticos y dirigentes religiosos, y no siempre son las fuentes más confiables.
Otros historiadores, sin embargo, avivaron más las llamas de la duda. Como Charles B. Strozier, profesor de historia en el John Jay College, que escribió: “hay pruebas de que los monjes dejaron de copiar la Biblia, es decir, dejaron de realizar las actividades fundamentales que definen la vida monástica.“
Hay muchas más leyendas acerca del inminente apocalipsis del año 1000 como las narradas por el famoso y políglota Charles Berlitz: “El año 999 se acercaba a su fin en una especie de histeria colectiva que se apoderó de Europa. Todas las formas de actividad se convirtieron en espectros de la fatalidad inminente… Los hombres se perdonaron sus deudas, maridos y mujeres confesaron sus infidelidades y se perdonaron mutuamente… El comercio entre pueblos y ciudades fue interrumpido en gran medida; las viviendas fueron descuidadas y se dejaron caer en la ruina, ya que el hecho de acumular riquezas podría ser tomado en su contra en el día del Juicio Final. Mendigos se alimentaban de los más afortunados, los culpables de los crímenes fueron liberados de la cárcel a pesar de que muchos querían permanecer en ella, llorando por su deseo de redimir sus pecados antes del final. Las iglesias, las puertas de los monasterios y conventos, y las grandes catedrales fueron constantemente asediadas por multitudes exigiendo la confesión y la absolución. Sacerdotes impartían absolución general, de día y de noche con multitud de personas que no podían entrar y estaban de pie fuera de las grandes puertas…
Los peregrinos acudían a Jerusalén desde todos los puntos de Europa. Caballeros, burgueses de las ciudades e incluso siervos, todos viajaban juntos, muchos de ellos con sus esposas e hijos, viajaron hacia el este en grandes bandadas. Las diferencias de clase fueron olvidadas en un torrente de hermandad cristiana. Algunos marchaban bajo azotes de castigo por los pecados pasados, mientras que otros cantaban himnos y salmos….
Cuando llegó Diciembre, la psicosis y el fanatismo se apoderó de las masas, surgiendo el lado oscuro de la naturaleza humana. Hubo una ola de suicidios de personas que trataban de castigarse a sí mismos antes del final o simplemente no podían soportar la presión de esperar a que llegara el Día del Juicio.
Llegó la Navidad, tal vez la última Navidad del mundo, quien sabe, con un torrente de piedad y de amor. Familias y amantes renovaban sus lazos de amor en las últimas horas. Los animales de granja fueron liberados por sus propietarios preparándolos para la muerte y la sentencia definitiva. Las panaderías y tiendas de alimentos, regalaron sus bienes y negaron las monedas de quién quería pagar… En las cálidas tierras de Italia, España y Sur de Francia a los enfermos y los moribundos en los hospitales y conventos se las sacó a la luz del día para que pudieran ver personalmente a Cristo descendiendo de los cielos.
Después de la Navidad todo cambió, de una forma más cínica y menos crédulos, se comenzó una “cuenta atrás” en serio.
Claro está, al final llegó la medianoche y no pasó nada de nada. Sería muy interesante saber lo que realmente ocurrió y si ocurrió algo realmente. De todos modos, sea verdad o sean leyendas es curioso ver como el hombre puede actuar ante lo desconocido, ante el miedo a no saber qué puede suceder en un determinado momento. Somos un cúmulo de sorpresas…