Nuestro término “sadismo” tiene su origen en el depravado marqués de Sade, pero es probable que nunca hubiéramos oído hablar de sus perversas costumbres de no haber sido por su suegra, la dominante Marie-Madeleine de Montreuil, y sus torpes intentos de silenciarlo.
Recta, recatada, casada con un acaudalado juez de clase media, podría parecer de entrada que Marie-Madeleine de Montreuil no tenía mucho que ver con un hombre de gustos tan indecorosos como los de Sade. Pero también era una de las mujeres más tenaces de la Francia del siglo XVIII, famosa en París por su ingenio y su intelecto, “una coqueta virago engalanada de rosa y violeta claro”, según palabras de la biógrafa Francine du Plessix Gray. La relación que mantuvo con su yerno reúne los elementos de una aventura amorosa. Al principio le hizo ilusión, en 1763, concertar el casamiento de su hija mayor, la poco agraciada y regordeta Renée-Pélagie, con el gallardo y joven aristócrata de la Provenza. Donatien Alphonse François, marqués de Sade, tenía a la sazón veintidós años, ojos azules y cabello dorado, y era descendiente de una de las familias más antiguas, bien que venida a menos, de Francia. Hay que reconocer que por su costumbre de flagelar y sodomizar a las prostitutas locales comenzaba a figurar en las listas negras de algunos de los burdeles frecuentados por la clase alta, pero en términos generales esto no se consideraba más grave que las travesuras de muchos otros jóvenes de la nobleza de la época. Es evidente que la cuarentona Marie-Madeleine, veterana de dos decenios con marido anodino, se sintió cautivada por el desenfadado encanto y el escabroso sentido del humor de su nuevo yerno. Por su parte, Sade pareció considerarla una sustituta de su madre perennemente ausente, y la invitaba a asistir junto con su esposa a casi todos los actos sociales que tenían lugar en París.
En esta fase de la luna de miel no hubo escándalo del marqués que pudiera hacer mella en la fe de su suegra, sobre todo porque su hija estaba claramente enamorada de su nuevo marido y le dio tres hijos. Fue Marie-Madeleine quien corrió en su ayuda cuando Sade fue apresado solo cinco meses después de su boda por maltratar a una prostituta, proferir juramentos sacrílegos y masturbarse en cáliz. (Parece ser que lo consideró una trastada del muchacho.) También le salvó el pellejo en 1768, cuando Sade volvió a ser detenido por mantener encerrada durante toda una noche a una mendiga indigente, a la que fustigó con un látigo de nueve nudos, y por gritar blasfemias. A fin de evitar un juicio humillante, Marie-Madeleine pagó a la víctima para que retirase las acusaciones. Había sido una “acción vergonzosa e imperdonable”, escribió, y luego se sobrepuso a ella.
Pero cuando Sade comenzó a acumular deudas astronómicas en fiestas secretas, Marie-Madeleine empezó a sospechar la verdad: que la personalidad de su yerno estaba deteriorada por un grado increíble de autoobsesión y una formidable amoralidad. Ateo comprometido, creía que no había orden alguno en el universo y que los fuertes no debían sentir escrúpulos por imponer sus deseos a los débiles. Para Marie-Madeleine, el verdadero punto de inflexión se produjo cuando Sade cometió incesto, seduciendo a la hija pequeña de su suegra, la delicada y en privado voluble novicia Anne-Prospére, con la evidente aprobación de su esposa, Pélagie. Marie-Madeleine intentó controlarlo cortándole el suministro de dinero, pero sirvió de poco. Y cuando Sade volvió a meterse en problemas con la ley en 1772, la suegra decidió deshacerse de él.
En esa ocasión, su yerno había contratado a cuatro prostitutas en Marsella para una orgía que incluía abundantes latigazos y el espectáculo de Sade sodomizado por su ayuda de cámara, un menú habitual en el siglo XVIII, con la salvedad de que Sade había atiborrado a las chicas de caramelos a los que se había añadido el afrodisíaco tóxico denominado “mosca española”. Gravemente enfermas, denunciaron a Sade por envenenador y sodomita; los rumores de rituales satánicos se propagaron, y el marqués se vio obligado a ocultarse en Italia.
Anne-Prospére
No parece que Sade tuviera la menor idea de lo implacable que iba a resultar como enemigo su suegra. En una ocasión, Sade le escribió alegremente para pedirle dinero, dando su dirección en el Piamonte. Marie-Madeleine organizó de inmediato su detención. Cuando SAde escapó, su suegra lo persiguió cual Terminator del siglo XVIII. La siguiente gran oportunidad se le presentó después del llamado “episodio de las niñas”. Sade se había visto obligado a huir de nuevo a Italia después de atraer a cinco muchachas adolescentes y a un niño secretariopara que trabajasen en su castillo, donde los mantuvo retenidos durante seis semanas de tormento sexual y psíquico. (Su esposa, Pélagie, le ayudó a enviar a las ninfas, con los cuerpos marcados por los placeres del marqués, a conventos.) En 1777, fingiendo que lo había perdonado, Marie-Madeleine invitó a Sade a viajar a París para que pudiera visitar a su madre mortalmente enferma. Pero no bien se hubo instalado en la ciudad, Sade se vio sorprendido a medianoche por los golpes en la puerta de la policía. A partir de ese instante, con la excepción de una breve fuga, el marqués permaneció encerrado bajo llave durante los trece años siguientes en las prisiones de Vincennes y la Bastilla. “Las cosas no podían estar mejor ni más seguras – se regodeó Marie-Madeleine por la trampa tendida – . ¡Ya era hora![…] Ahora todo está en orden. ”
Poco imaginaba que había garantizado la inmortalidad de su yerno. Entre rejas, Sade se encontró con el tiempo libre forzoso que necesitaba para desarrollar su excepcional talento literario: encauzó su imaginación frustrada sobre el papel y produjo los violentos clásicos pornográficos que le han reportado la fama de depravación inigualable incluso en nuestros días. De hecho, la cárcel le ofreció un entorno mucho más acogedor que cualquier otro lugar durante su existencia transitoria anterior: decoró sus celdas con tapices y estantes, un bonito escritorio, cuadros y estatuas de mármol. Su esposa, Pélagie, le llevaba la ropa a la última moda de los sastres de París y lo mimaba con sus alimentos preferidos: chuletas de ternera, tortillas recién hechas, chocolate y dulces. También hizo que su esposa le llevara prestiges (término con el que la pareja designaba a los consoladores) de diseño y materiales específicos – marfil, palisandro brillante, cera – para sus ritos autoeróticos. (Uno de ellos fue confiscado más tarde, y en el atestado se decía que “mostraba indicios de su innoble introducción”.)
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La ya anciana Marie-Madeleine sirvió incluso de inverosímil musa a Sade, pues se regodeaba con “el mayor caso de suegra odiada de la historia documentada”, según el historiador Robert Darnton. Sus cartas estaban llenas de feroces invectivas de odio contra ella y se deleitaba en imaginar enciclopedias enteras de torturas. (“La he visto, a esa arpía, mientras la desollaban viva, la arrastraban sobre un montón de carbones ardiendo y después la arrojaban a una cuba de vinagre. Y yo me dirigía a ella con estas palabras: Execrable criatura, ¡esto es por haber vendido a tu yerno a los verdugos! […] ¡Esto por haberle hecho perder los mejores años de su vida!” […] Y yo […] la insultaba en su dolor, y me olvidaba del mío.”) Esta veta violenta y misógina, plagada de imágenes de violación, asesinato y crueldad, acabó en sus novelas Justine y Juliette y en el agotador catálogo del pecado de Los 120 días de Sodoma.
A la inestable relación de Sade con su suegra le quedaba un último acto que representar. Sade quedó en libertad después de la revolución y, a pesar de su origen aristocrático, rápidamente adquirió importancia en su antiguo territorio feudal como gran partidario del pueblo. (Lo habían trasladado desde la Bastilla solo unos días antes de la caída de la prisión por incitar a la violencia a la muchedumbre que estaba a los pies de los muros de la cárcel; utilizó ingeniosamente como megáfono un embudo de metal, diseñado originalmente para vaciar los fluidos corporales.) En 1792, Marie-Madeleine y su esposo se enteraron de que estaban en las listas de ejecución porque sus hijos habían emigrado, y se vieron obligados a suplicar la ayuda de Sade, a la sazón juez. Sade se divirtió con la idea de que podía enviar a la guillotina a su ya anciana némesis. Pero a pesar de su aterradora reputación, siempre se había opuesto a la pena de muerte y al final intervino para que se borraran sus nombres de las listas del Terror.
Curiosamente, de no haber sido por su suegra, Sade se hubiese dedicado a otro tipo de escritura muy distinta a la que conocemos ya que siempre se había imaginado como un hombre de letras y el primer manuscrito que intentó publicar fue la obra de pomposo título Viaje a Italia, o Disertación crítica, histórica y filosófica sobre las ciudades de Florencia, Roma y Nápoles.