Juan Martín Montañés, el descuartizador de Cádiz
Eran amigos desde la infancia. Se encontraron en las clases del instituto de Cortadura, en la carretera de Cádiz a San Fernando. Habían congeniado muy bien, por lo que se visitaban con frecuencia. La presencia de Juan Martín Montañés, de 22 años, era muy familiar en casa de Javier Suárez Samaniego, de la misma edad, hijo del arquitecto gaditano José Luis Suárez Cantero. Un muchacho simpático, inteligente, aunque tímido.
Los dos jóvenes habían tenido etapas muy similares, incluso habían pasado una profunda crisis religiosa que les había empujado a pertenecer a una secta muy radical. Hacía muy poco que Javier había atravesado un período místico, de introversión, durante el que pasaba largas horas enfrascado en la lectura de la Biblia. Su padre, que sentía debilidad por él, para intentar comunicarse y sacarlo de su hermetismo se vio obligado también a intensas lecturas de las Escrituras. Pero aquello había pasado, y Javier retornaba poco a poco a las actividades normales de un joven de su edad, mostrándose más alegre y comunicativo.
Había estudiado Derecho hasta el año anterior, en que abandonó la carrera para ingresar en la Facultad de Ciencias Empresariales, quizá debido a sus crisis. Su amigo Juan Martín estudiaba Medicina en la Universidad de Cádiz, y era también un gran lector de textos religiosos. Hijo de un subinspector de policía jubilado, vivía emancipado de su familia en un apartamento situado en el número 3 de la calle Villa de Paradas, donde llevaba una existencia muy espartana. Precisamente en un bloque de viviendas construido por el padre de Javier, muy cerca de donde éste vivía, en el Paseo Marítimo.
El domicilio de Juan estaba en un gran edificio de apartamentos destinado a alquiler para los veraneantes, por lo que en enero de 1989, momento de esta historia, se encontraba semivacío, ocupado por muy pocos vecinos, que apenas se conocían. El día 21, a eso de las cuatro y media de la tarde, Javier se despidió de sus padres, a los que nunca volvería a ver, aparentemente para dar una vuelta en bicicleta. En la puerta se encontró con su amigo Juan, que le comentó algo de una mesa de ping-pong que al parecer había comprado. Le propuso que la montaran entre los dos.
Una vez en la vivienda de Juan, éste le propuso realizar una prueba acústica: sentarle frente a un equipo de música, tras servirle una copa, y vendarle los ojos para aislarle, de forma que pudiera percibir con más pureza el sonido. Subió el volumen del aparato y llevó a cabo lo que había planeado.
Mientras Javier trataba de concentrarse en lo que escuchaba para satisfacer a su amigo, Juan sacaba de su escondite la pata metálica de una mesa, que había rellenado de arena para hacerla más pesada y contundente. Se situó a espaldas del joven, que no podía ver nada, y le golpeó en la cabeza con todas sus fuerzas. Javier se fue de bruces al suelo, malherido. Inmediatamente después, el agresor se le echó encima y, valiéndose de sus estudios de Medicina, le clavó un cuchillo de larga hoja entre la tercera y la cuarta costilla intercostal, buscándole el corazón. Pensó que le produciría una muerte suave y silenciosa, pero Javier no murió inmediatamente, y los movimientos de su cuerpo, quizá involuntarios, exasperaron a su asesino, que le acuchilló varias veces, hasta romper la hoja de acero.
Cuando estuvo seguro de que había muerto, se dio prisa en traer una bolsa de basura para taparle la cabeza, porque no soportaba ver su rostro. Una vez cubierto, le arrastró hasta el cuarto de baño y le metió en la bañera. Tras limpiar las huellas del crimen salió a depositar en el correo dos cartas, escritas a máquina, dirigidas a la familia de Javier. En ellas se afirmaba que el muchacho había sido secuestrado, y se exigía un rescate de doce millones de pesetas, que debían ser ingresados en la cuenta de una caja de ahorros, en entregas semanales de medio millón. Además, se advertía que, si la familia no cediera al chantaje, Javier sería asesinado. En caso de que hubiera demoras en los pagos, los padres recibirían un dedo de su hijo por cada semana de retraso.
En las cartas Juan se expresaba siempre en plural. Quería dar la impresión de que se trataba de la acción de un grupo.
De vuelta en su domicilio, Juan, con enorme frialdad, pacientemente, poniendo en juego todos sus conocimientos de anatomía, se impuso la horrible tarea de trocear el cadáver. Durante mucho tiempo, inclinado sobre la bañera, desmembró el cuerpo. Fue introduciendo los restos en cinco bolsas de plástico; salvo las manos, que las metió en un frasco de formol. Con ello seguía el plan que se había trazado; y no se olvidaba de que necesitaba los dedos de su amigo para presionar y aterrorizar a los padres en caso de que se negaran a darle el dinero.
A la mañana siguiente, muy temprano, Juan inició una serie de tres viajes al puerto; concretamente, a un lugar llamado Punta de San Felipe, un terreno de relleno ganado al mar. Llevaba los trozos del cadáver en una mochila. Poco antes de medio día ya había acabado. Una vez en la dársena extraía las sacas de plástico y las iba echando al agua de la laguna. Confiaba en todo momento en que los escombros que iría depositando encima las harían desaparecer por completo. Cada uno de los viajes lo hizo a pie, simulando que estaba haciendo deporte; con una gran tranquilidad: saludó a los guardias civiles que prestaban servicio en los muelles.
El padre de Javier pensó en un principio que, dado el comportamiento de su hijo, podría tratarse de un secuestro simulado, por lo que dudó en ponerlo en conocimiento de la policía. Pero a medida que pasaban las horas aumentaba su angustia y preocupación, por lo que finalmente puso la denuncia. Los agentes le pidieron que confeccionara una lista de sospechosos. José Luis Suárez no pensó ni por un momento en incluir el nombre de Juan, a quien tenía por el mejor amigo de su hijo.
Dos días después de la desaparición de Javier apareció abandonada su bicicleta en un camino vecinal de las afueras. Por entonces, algunas llamadas telefónicas y las cartas recibidas de los supuestos secuestradores habían persuadido al arquitecto Suárez de que debía seguir las instrucciones que le habían dado, por lo que había depositado cierta cantidad de dinero en la cuenta corriente indicada.
Pasaron once angustiosos días, durante los cuales lo más significativo fue el cobro por parte del desconocido del dinero, depositado en diversos cajeros automáticos mediante una tarjeta. Se produjeron cuatro extracciones. Nunca más de 35.000 pesetas cada vez. Finalmente, la policía detuvo a un individuo que había introducido la tarjeta en el cajero y comenzado a operar.
Se trataba de Juan. En el preceptivo registro de su domicilio fueron descubiertos los botes de formol en que había conservado las manos de Javier.
Desde el momento mismo de su arresto Juan dio muestras de una serenidad y entereza tales que los funcionarios que le detuvieron interpretaron que poseía una sangre fría nada normal. Enseguida apreciaron que se encontraban en presencia de una persona culta, con amplios conocimientos de Derecho. Él mismo se dio a conocer como un estudiante que, aunque emancipado de su familia, dependía económicamente de ella. Llevaba una vida muy moderada, y le interesaban mucho los temas filosóficos. Apenas ofreció resistencia, y confesó muy pronto.
Firme y seguro, Juan se prestó a llevar a los investigadores hasta el sitio donde se había desprendido del cadáver. Los buceadores de la policía tardaron dos días en encontrar lo que buscaban. Apareció a seis metros de profundidad. Primero dieron con las ropas que vestía el desaparecido; luego vinieron la cabeza, las caderas, el torso, los brazos y las piernas.
Los encargados del caso pensaron que, junto a un móvil que parecía claro: obtener dinero extorsionando a la familia de la víctima, pudo haber en el crimen extrañas motivaciones, que nunca se aclararon del todo. Según lograron averiguar, el asesino había preparado todo minuciosamente durante las dos semanas previas a los hechos.
En medio de las largas conversaciones que mantuvo con los policías, Juan dijo que no sabía distinguir el bien del mal. Sin embargo, se mostró muy preocupado por saber si debería pasar más de veinte años en la cárcel por lo que había hecho.
El joven José Juan Martín Montañés, estudiante de Medicina de 22 años, se confesó ayer a la policía autor del asesinato de Javier Suárez Samaniego, estudiante de Empresariales de 22 años, que había desaparecido de su domicilio, en Cádiz, el pasado día 21. José Juan Martín fue detenido anteayer en la citada ciudad, y la policía encontró en su domicilio dos manos diseccionadas y conservadas en formol. Estas manos fueron identificadas ayer durante el reconocimiento forense como las del joven desaparecido. Fuentes próximas al caso aseguraron que Javier Suárez, cuyo cadáver aún no ha aparecido, fue asesinado el mismo día de su desaparición.
Submarinistas de la Guardia Civil rastrearon ayer durante cerca de nueve horas el lugar conocido como Punta de San Felipe, una ensenada cubierta de agua cercana al Club Náutico de Cádiz. El detenido aseguró en el interrogatorio policial que había arrojado el cuerpo de la víctima en ese lugar. A media tarde de ayer sólo habían aparecido las ropas de Javier Suárez. Fuentes cercanas al caso confirmaron que el cadáver podría haber sido seccionado e introducido en cuatro bolsas.El cadáver, según fuentes policiales, puede reposar a unos cinco o seis metros de profundidad en dicha ensenada y bajo un montón de escombros arrojado con posterioridad. La Guardia Civil proseguirá hoy las tareas de rastreo.
La detención de José Juan Martín se produjo sobre las 10.30 del lunes, después de que retirase cierta cantidad de dinero de un cajero automático en una entidad bancaria.
Tras la desaparición de Javier Suárez, su familia recibió varias llamadas en las que se indicaba que el joven había sido secuestrado y se reclamaba un rescate total de 12 millones de pesetas que debía ser entregado de forma fraccionada.
La familia del fallecido, siguiendo las indicaciones de José Juan Martín, ingresó una cantidad de dinero no determinada en la cuenta corriente del detenido. José Juan Martín fue arrestado cuando retiraba dinero de esa cuenta por tercera vez.
Según fuentes policiales, el padre de la víctima, José Luis Suárez Cantero, un conocido arquitecto gaditano, entregó a los agentes, durante los días que su hijo estuvo desaparecido, una lista con las posibles personas que podían haber cometido el secuestro. En ella no figuraba el nombre de José Juan Martín, dada la estrecha amistad que éste mantenía con la familia y con el fallecido.
Aunque la policía guarda total hermetismo sobre la identidad del detenido, ha trascendido que el acusado es hijo de un suboficial del Cuerpo Nacional de Policía, ya retirado.
El descuartizador no ha cumplido ni la mitad de la condena impuesta
Salió en libertad en junio de 2004. Condenado a 36 años, cumplió 15 años y seis meses
“Cumpliré unos veinte años por esto”. Fue una de las primeras frases que le escucharon los policías que detuvieron a José Juan Martín una vez que hubo confesado el crimen. No llegó a cumplir los veinte años. El asesino de Javier Suárez Samaniego recibió el auto de excarcelación en la prisión Madrid 6, en Aranjuez, el 21 de junio de 2004. En total, 15 años y seis meses.
José Juan Martín fue condenado por la Audiencia provincial a 36 años de cárcel. 28 por el crimen, cuatro por falsificación de documentos y otros cuatro por amenazas. Posteriormente, en el juzgado e lo penal recibió una segunda condena por la extorsión al propietario del supermercado El Trece, situado en la esquina de la calle del domicilio familiar, en Huerta del Obispo.
Sólo contando con la condena por el crimen se realizó una proyección en la ejecutoria de su caso en el año 1992. El cálculo era que saldría de prisión en el año 2025, cuando tuviera 57 años. Aquí no se contabilizaba la redención de penas por trabajos y por estudios. Una segunda proyección en el 96, donde ya se contabilizaban posibles redenciones de condenas por el código antiguo, situaba el cumplimiento en el 25 de enero de 2007. No tuvo que esperar tanto.
Curiosamente, en la Audiencia se desconocía hasta hace unos días la puesta en libertad de la persona que fue juzgada allí, aunque se presuponía que su excarcelación estaba próxima. De hecho, en marzo de 2007 se remitió un escrito a los juzgados de lo penal para que se les enviara un auto de refundición de la condena (unir las penas por el crimen de Javier Suárez y por la extorsión en el supermercado) en el caso de que éste existiera, ya que no habían sido informados. Se les contestó que estos documentos estaban en Sevilla para los trabajos de informatización documental. No volvió a saberse más del caso.
Lo que no conocía la Audiencia, ni tampoco los policías que le detuvieron, sí se sabía en el vecindario. Algunos vecinos consultados creen que José Juan vive en Sevilla y que suele verse con sus padres en un chalé que tienen en Chiclana. Según la sentencia, José Juan, pese a ser absolutamente libre y considerarse pagado su crimen, no puede pisar Cádiz.
La reducción de la condena no tiene nada de extraño. A poco que su comportamiento en prisión fuera correcto, y ha sido exquisito según todos los informes remitidos, José Juan sabía que cumpliría sólo un tercio de la condena. Pero además él fue aumentando esas redenciones al estudiar dos carreras en prisión y realizar trabajos para la comunidad. Una de ellas fue servir comidas a presos en régimen especial, como es el caso de los etarras.
La pista de José Juan se pierde en Cádiz poco después del juicio, cuando es trasladado de Puerto II a Aranjuez. El que hasta entonces había sido su abogado, José Manuel Jareño, dejó de representarle y, presumiblemente, utilizó abogados de oficio en los posteriores recursos de casación.
La nueva batalla jurídica que libró el asesino de Javier Suárez fue a principios del año 2000, algo más de diez años después de los hechos. Una vez que obtuvo el segundo grado, intentó que se le concediera el tercer grado, lo que le supondría una vida en semilibertad. Consiguió el visto bueno de la Audiencia de Madrid, pero no de Vigilancia Penitenciaria. Cuando se produjo un cambio de reglamento, por el cual era el juzgador el que debía decidir sobre el paso al tercer grado, el caso del descuartizador regresó a la Audiencia de Cádiz. El informe de los peritos en aquella ocasión también fue negativo. Consideraron que era normal el excelente comportamiento que estaba teniendo dentro de la prisión, pero precisaban que los rasgos de su personalidad que le habían llevado a cometer el inexplicable crimen seguían ahí.
No se conoce a qué se dedica en la actualidad José Juan Martín. Fuentes penitenciarias hablan de que entabló relación con una chica dentro de la prisión, también hablan de su carácter tranquilo y de su