El Hombre que descubrió el ADN.
Son muy pocos los que conocen al verdadero descubridor del ADN, que logró aislar la molécula de la vida 75 años antas de que Watson y Crick revelaran su estructura. En las cocinas de un viejo castillo y con métodos un tanto desagradables, Johann Friedrich Miescher descubrió la molécula del ADN, sin saber lo importante que fue su hallazgo. Como las moléculas no llevan el nombre de su descubridor, y el científico no era un buen propagandista de sí mismo, pasó de puntillas sin ser apenas percibido.
El 26 de febrero de 1869, en la vieja ciudad universitaria de Tubinga (Alemania), un joven médico suizo allí instalado desde hacía apenas unos meses, Friedrich Miescher, terminaba de escribir una carta a su tío en la que le anunciaba un importante descubrimiento. Había encontrado una sustancia en el núcleo celular cuya composición química era distinta de las proteínas y de cualquier otro compuesto conocido hasta la fecha. Sin comprender las repercusiones de su investigación, Miescher había desencadenado una de las mayores revoluciones científicas que, años más tarde, cambiaría de raíz la manera de entender los fundamentos de la vida y produciría avances médicos inimaginables en su época.
Friedrich Miescher
Johann Friedrich Miescher nació en 1844 en el seno de una familia de científicos. Su padre y su tío materno, Wilhelm His, eran médicos de prestigio y profesores de anatomía y fisiología en la universidad de Basilea. Las visitas de científicos eran frecuentes en su hogar y ese ambiente hizo que Miescher desarrollara un profundo interés por las ciencias naturales. A la edad de 17 años comenzó en Basilea sus estudios de medicina, que terminó, con 23 años, en 1867. Al principio pensó en ejercer la profesión, como su padre, pero su fascinación por las ciencias le condujo a la investigación, estudiando bioquímica.
Castillo de Tubinga
En la primavera de 1868 se trasladó a Tubinga para trabajar con dos de los científicos de más prestigio de la época: Adolf Strecker, especialista en química orgánica, en cuyo laboratorio permaneció durante un semestre, y Felix Hoppe-Seyler, bioquímico y uno de los pioneros de la recién aparecida “química fisiológica”. Entre 1860 y 1871, Hoppe-Seyler estuvo al frente de uno de los primeros laboratorios de bioquímica del mundo, ubicado en el interior del castillo medieval de Tubinga, en la parte alta del casco antiguo de la ciudad. El laboratorio de Hoppe-Seyler ocupaba lo que habría sido el lavadero; Miescher trabajaba en la antigua cocina, investigando la composición química de las células.
Felix Hoppe-Seyler
Se centró en los linfocitos. Al tratarse del “tipo de célula más sencilla e independiente”, esperaba desentrañar los secretos de la vida celular. Sin embargo, los linfocitos resultaban difíciles de purificar, a partir de los ganglios linfáticos, en las cantidades que requería el análisis químico. Hoppe-Seyler, interesado desde hacía tiempo en la naturaleza de la sangre (destacaba en el estudio de la Hemoglobina), le sugirió que recurriera a los leucocitos, estrechamente emparentados con los linfocitos y más sencillos de obtener, a través de pus de las heridas. El descubrimiento del ADN tuvo un comienzo poco estimulante: Miescher aislaba la materia prima para sus experimentos (los leucocitos) a partir del pus de vendajes de heridas que obtenía del hospital quirúrgico de Tubinga. En la época, la supuración abundante de una herida se consideraba un mecanismo del organismo para purgar sustancias nocivas. Apenas se utilizaban antisépticos, por lo que no había problema para conseguir vendajes purulentos en cantidades.
Laboratorio de Miescher
Lo primero que debía hacer era desarrollar un método para extraer del material quirúrgico los leucocitos. Ensayó varias soluciones salinas, comprobando siempre con el microscopio los resultados. Una vez establecido el protocolo de extracción, procedió a caracterizar y clasificar las proteínas y los lípidos que aislaba de las células. Al igual que muchos de sus contemporáneos, esperaba descubrir el funcionamiento de las células a partir del análisis de sus proteínas, por lo que acometió la descripción y clasificación de las mismas. Pero la diversidad de proteínas celulares resultaba inabordable para los métodos e instrumentos de la época. Un día, Miescher detectó una sustancia que mostraba unas propiedades inesperadas, se precipitaba cuando el científico acidificaba la solución y volvía a disolverse cuando la solución se tornaba alcalina. Sin saberlo, había obtenido por primera vez un precipitado de ADN.
Tubo de ensayo con nucleína.140 años
¿De dónde procedía esa sustancia?. Mientras realizaba la extracción de los leucocitos mediante ácidos, observó que la exposición prolongada de las células al ácido clorhídrico diluido producía un residuo celular semejante a los núcleos aislados. Comprobó que esos núcleos no se teñían de amarillo al añadirles yodo, prueba de que todas las proteínas se habían extraído. Soluciones débilmente alcalinas producían una hinchazón de los núcleos, pero no los disolvían, de manera que pensó que el precipitado misterioso debía proceder del núcleo.
En esos años, apenas se conocía nada del núcleo celular. Aunque se había descubierto en 1802, su función en la célula era objeto de especulación. En 1866, Ernst Haeckel afirmó que el núcleo contenía los factores responsables de transmitir los caracteres hereditarios. Miescher denominó a la nueva molécula descubierta “nucleína“. Ahora tenía que encontrar un método para aislar los núcleos con un alto grado de pureza. Tras numerosos ensayos, dió con un método eficaz. Lavaba las células varias veces con soluciones frescas de ácido clorhídrico diluido durante un período de varias semanas a “temperaturas invernales” (era muy importante minimizar la degradación del material). Así provocaba la rotura de las membranas celulares y la liberación de la mayor parte del citoplasma. A continuación, separaba los lípidos mediante la agitación del material en una mezcla de agua tibia y éter. Cuando la mezcla se estabilizaba, los núcleos extraídos se depositaban en el fondo del recipiente, formando un fino granulado. Al añadir una solución alcalina, los núcleos se hinchaban y decoloraban, tal y como había observado en sus primeras preparaciones. La adición de ácido revertía la hinchazón y la aparición de un precipitado blanco. Miescher era demasiado meticuloso, y tenía que repetir una y otra vez sus experimentos para verificarlos.
A pesar del comportamiento poco habitual de la nucleína, Miescher no estaba del todo convencido de que difiriera de una proteína. Tenía un elefante delante de sus narices y no lo quería ver. Por ello acometió nuevos experimentos para ahondar en la naturaleza de tan extraña molécula. Ante todo determinar su composición elemental. Para ello necesitaba purificar la nucleína. Para eliminar el citoplasma contaminante, decidió aplicar un método que había descrito Wilhelm Kühne un año antes: podía romper las células si añadía una disolución que contuviera una enzima digestiva, la pepsina, que disuelve el citoplasma sin atacar al núcleo. Por desgracia, en esa época la pepsina no se comercializaba, y tuvo que aislarla por su cuenta. Una vez más tenía que recurrir a otro método repugnante: lavar estómagos de cerdo con ácido clorhídrico diluido y filtrar los contenidos extraídos. Al tratar las células con esta solución, la proteínas se digerían, pero la nucleína no. Tampoco era un lípido, puesto que no se disolvía en éter. El análisis de su composición elemental le deparó otra sorpresa: además de contener carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno (elementos que abundan en las proteínas), la molécula no tenía azufre y presentaba grandes cantidades de fósforo. Este último constituía un hallazgo sorprendente, pues no se conocía ninguna otra molécula orgánica que contuviera fósforo. El resultado por fin convenció a Miescher de que había descubierto un nuevo tipo de sustancia celular elemental
Extracción de la nucleína
Durante sus vacaciones en Basilea comenzó a redactar su primera publicación científica sobre el análisis de la composición química de los leucocitos, que incluía el descubrimiento de la nucleína. En el manuscrito se mostraba seguro sobre la importancia de su hallazgo y ponía la nueva sustancia a la altura de las proteínas. Pero siguió con su formación académica, en la universidad de Leipzig, y abandonó el estudio de la nucleína por el estudio de las células nerviosas del dolor. En la navidad de 1869 acabó su primer borrador y lo envió a Hoppe-Seyler para que éste lo publicara en la revista Medicinisch-chemische Untersuchungen (Investigaciones Médico-Químicas) que él dirigía, seguro de que su colega no lo rechazaría.
Tubinga
No lo rechazó, pero quiso comprobar por sí mismo los resultados antes de publicarlos, por la responsabilidad que sentía. Pasaron meses de espera hasta la comprobación, pero los resultados Hoppe-Seyler diferían de los de Miescher, con una diferencia insignificante, pero que retrasarían el proceso de edición. En julio de 1870 estalló la guerra Franco-Prusiana, desviando la atención y los recursos de la ciencia académica. En octubre de 1870 Hoppe- Seyler confirmó sus resultados y decidió seguir con la publicación, pidiendo a Miescher que le enviara una carta con las observaciones oportunas. Los impresores fueron incapaces de descifrar la caligrafía de Miescher. Por fin a principios de 1871 se publicó su manuscrito.
Publicación del descubrimiento.
Poco a poco Miescher fue dedicándose a otros temas, estudiando los cambios en el metabolismo del salmón, informando sobre la dieta de los reclusos de la cárcel de Basilea, tablas de nutrientes para la población suiza… estaba aburrido y echaba de menos su laboratorio en las cocinas del castillo de Tubinga. En 1885 fundó el primer instituto anatómico-fisiológico en Basilea, buscó técnicos que fabricaran instrumentos para realizar mediciones fisiológicas de precisión, y no tener que andar hurgando en el pus de los vendajes y los estómagos de cerdo. Investigó la variación de la composición de la sangre con la altura, descubriendo que era la concentración de anhídrido carbónico y no de oxígeno la que regulaba la respiración. Era tan obsesivo y tan perfeccionista en su trabajo y tenía tantos compromisos que apenas dormía. Se fue debilitando y en 1890 contrajo tuberculosis.
Wilhelm His
Cuando intentó retomar su trabajo por última vez, las fuerzas no le acompañaron. Murió en 1895 con 51 años. Tras su muerte, su tío Wilhelm His publicó una recopilación de sus investigaciones. En la introducción escribió: “El reconocimiento de Miescher y de su trabajo no disminuirá con el tiempo, sino que aumentará; sus hallazgos e hipótesis son semillas que darán fruto en el futuro”. Ni el propio His podía imaginar cuánta verdad encerraban esas palabras.