Invitó a los entonces líderes de la guerra fría a intercambiar sus nietos para que conocieran el país enemigo.
“Nadie tiraría una bomba nuclear en un país donde estuviesen de visita sus hijos o sus nietos.” La idea para evitar un cataclismo nuclear era tan simple como “descabellada”: había que organizar un intercambio cultural temporal de nietos o hijos entre los líderes de los bandos enemigos, y el posible ataque nuclear se vería bloqueado.
La iniciativa, sólo pudo nacer y prosperar en la mente de una niña de franca sonrisa y puro idealismo, Samantha Smith.
Con tan sólo 10 años, se convertiría en poco tiempo en un emblema de paz, pero sobre todo, en una pieza entrañable capaz de distender el tablero de la Guerra Fría. Su nombre completo era Samantha Smith, nació en el año 1972 en Houlton, un pequeño pueblo en el estado de Maine, Estados Unidos. Entre sus simpáticas acciones de infancia, acostumbró a escribir a personalidades mundiales con distinta suerte.
Al parecer, creció con una precoz tendencia a informarse sobre lo que sucedía en el mundo, preocupada en tiempos de creciente armamentismo y amenazas de ataque nuclear. Por ello, Samantha tuvo la iniciativa de escribir a Yuri Andropov para preguntarle que posición tomarían los soviéticos ante una guerra nuclear, y sobre todo, despejar sus preocupaciones sobre el estado del mundo.
En noviembre del año 1982, escribió la carta, apenas unos pocos renglones con preguntas breves y directas:
“Estimado Sr. Andropov: Me llamo Samantha Smith. Tengo diez años de edad. Felicitaciones por su nuevo trabajo. Estuve preocupada pensando en la posibilidad de que Rusia y los Estados Unidos se involucren en una guerra nuclear. ¿Votará por la guerra o no? Si no, por favor cuénteme cómo ayudará a evitar una guerra. Esta pregunta no la tiene que responder, pero me gustaría saber por qué quieren conquistar el mundo o al menos nuestro país. Dios hizo el mundo para que viviéramos juntos en paz y no para pelear. Atentamente, Samantha Smith”.
La carta tuvo una inesperada respuesta en abril de 1983. Andropov, le reconocía en otra carta la valentía por escribir, y le explicaba las intenciones soviéticas de evitar por todos los medios una guerra. Además, ante la posesión de armas nucleares tanto por parte de Estados Unidos como por la U.R.S.S., Andropov le aclaraba que la intención de su país era jamás tener que utilizarlas, y por sobre todo, alcanzar la paz para todos los pueblos del planeta.
En el último párrafo de la carta, el más trascendental, Andropov invitaba a la niña y su familia a visitar el país en una especie de intercambio cultural, una oportunidad para conocer a los habitantes y la forma de vida en la Unión Soviética.
La historia, no tardó en llegar a los medios de comunicación de ambos países, que en poco tiempo, convirtieron a Samantha en una estrella, desfilando por decenas de programas con su perfil mediador. Quizás desde ese momento, y sin saberlo, la pequeña niña se convertiría en una pieza más de la estrategia propagandística de ambos países.
La niña y su familia, sin más miramientos, aceptaron la invitación para viajar a Moscú en el año 1983. Así, una pequeña de diez años, atravesaba barreras de la Guerra Fría con un desprejuicio capaz de disolver murallas infranqueables. Tras dos semanas de pura convivencia, la pequeña declaró en una conferencia de prensa en Moscú que sentía que “los rusos eran iguales a nosotros”. Ninguna declaración podría resultar tan reveladora e incómoda al mismo tiempo.
Durante la estancia, Samantha compartió reuniones con funcionarios del Kremlin, una estancia en un campamento juvenil, una noche en el Ballet Kirov, y hasta una breve conversación telefónica con la primera mujer cosmonauta, a quien le cortó el teléfono rápidamente un tanto despistada.
Los medios de comunicación no se perdieron ningún detalle. El retorno a Estados Unidos, fue digno de una estrella. En su pueblo, la recibieron con rosas, alfombra roja y limusina. La popularidad de la pequeña seguía en crecimiento, sobre todo por sus declaraciones pacifistas y su imagen mediadora.
Participó en infinidad de programas de televisión y hasta condujo un programa propio para un especial de Disney. Sin embargo, la idea más llamativa, la realizó en un discurso en un Simposio Internacional de la Juventud en Japón. En él propuso que los líderes norteamericanos y soviéticos intercambiaran temporalmente sus nietas por un tiempo como si se tratara de huéspedes culturales.
La idea podría resumirse como: “nos odiamos porque no nos conocemos”. Y en caso de odiarse por conocerse, al menos “nadie tiraría un bomba nuclear en un país que esté visitando un pariente tan cercano”. La inocencia veraz de sus palabras incomodó demasiado como para no darle importancia.
Samantha continuó con sus actividades pacifistas, llegando a escribir un libro titulado “Viaje a la Unión Soviética”, en el que algunos críticos, interpretaron una obra propagandística. Su carrera, se perfiló hacia el rumbo de una estrella mediática de gran exposición pública.
El último año de su breve vida, Samantha co-protagonizó una serie de televisión. Murió en un accidente aéreo con sólo 13 años. Regresando de una jornada de grabación, un accidente al aterrizar terminaría con la vida de los ocho ocupantes de la aeronave, incluyendo a su padre.
Los conspiradores llegaron a acusar desde la CIA hasta la KGB según las posturas tomadas. Las sospechas fueron desestimadas por una investigación realizada en Estados Unidos que determinó las causas de la fatalidad: una noche de tormenta, pilotos inexpertos y un fallo de radar. La figura de Samantha Smith, fue casi olvidada con el pasar de los años.
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La Unión Soviética emitió un sello postal conmemorativo, mientras en Estados Unidos erigieron una estatua en el estado de Maine y otra en Augusta, además de nombrar una escuela con su nombre. Su madre, llevó por unos años una Fundación con el nombre de su hija, dedicada a promover el intercambio de estudiantes entre Estados Unidos y la Unión Soviética hasta el año 1995.
Las barreras y recelos entre enemigos caerían demasiado rápido, mucho más de lo que Samantha hubiese imaginado, al menos en apariencias. En su vida breve, descubrió que pequeñas iniciativas, aún cargadas de inocencia y frescura, pueden torcer el rumbo de nuestras vidas, y por si fuera poco, dejar un mensaje valioso, libre de prejuicios y rencores. Samantha Smith lo hizo parecer muy fácil, tanto como si fuera posible.
Esta es la historia de una niña que en su corta vida consiguió lo que muchos mayores jamás llegaron siquiera a soñar.